La primera, y la única que viene al caso, es no volver a decir ni pensar que, en el caso que Dios existiera, y de que ese Dios influyera en nuestras vidas para hacer milagros, ése sería un Dios negligente. Lo decía porque, si Dios se introduce en nuestras vidas, y coarta nuestra libertad cambiando nuestro destino, tendría que ser por necesidad un Dios negligente, puesto que ni respeta el libre albedrío que tenemos, ni ha sido capaz de crear un mundo satisfactorio, pues actúa para cambiarlo. Y tampoco nos trata con equidad, pues no todas las personas que lo necesitan o desean reciben apoyo por su parte. La idea de un Dios que nunca hace milagros me parecía mucho más coherente y atractiva puesto que hace que recaiga sobre los hombres todas las responsabilidades de nuestros actos, y nos obliga a aceptar la igualdad de las leyes de la Naturaleza, que a todos nos afectan por igual.
Por eso siempre me negaba a rezar pidiendo tal o cual cosa. Por eso no me gusta nada que mi abuela, aspirante a beata, rece para que me salgan bien los exámenes. Lo considero ofensivo, de hecho. A cada cual lo suyo.
Sin embargo, ayer me descubrí pidiendo a Dios que favoreciera a alguien frente a la Naturaleza. Y comprendí que, si Dios de verdad actuaba para ayudara esa persona, sería imposible para mi o cualquier otro llamarle negligente. Porque ofrecería a una persona lo que necesita, a la par que lo que merece, porque no dañaría a nadie con ello y porque en parte estaría solucionando algo que nosotros los humanos no podemos solucionar ni hemos causado por lo cual no se nos puede exigir responsabilidad al respecto.
Y con esto creo que coincido con la doctrina oficial de la Iglesia respecto a los milagros. Y no es algo que me satisfaga demasiado, la verdad, pues siempre traté de ser independiente.
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