sábado, diciembre 13, 2008

Día 48. Pesadilla.

Se encontraba sumido en una de esas pesadillas demasiado reales, asfixiantes y oscuras, en las que uno no sólo contempla el sueño como un mero espectador sino que se encuentra rodeado por la muerte, y la siente susurrar en su oído el segundo exacto en el que todo acabará.
Soñaba que se encontraba abandonado en el mar, en plena noche, bajo un cielo negro, irreal.

Despertó cuando fue consciente, durante un segundo, de que estaba a punto de morir ahogado. Había tragado demasiada agua. Quizá su hermano mayor le había tirado en cubo de agua a la cama, como broma estúpida. Entonces notó que no sólo estaba mojado, sino sumergiéndose, ahogándose realmente. Braceó con desesperación hacia la superficie. No podía ver nada, los ojos le escocían por la sal y, aunque era capaz de entreabrirlos, la sombra no le permitía ver nada. No había luz de Luna, que debía ocultarse entre las nubes, muy negras, ni tampoco faros de barco desde el que pudiera haber sido arrojado. Estaba allí, solo, en la mayor oscuridad que nunca hubiese contemplado, desnudo y arrojado al mar. Debía ser el mar. Las olas eran altas, muy altas, le arrastraban hasta el fondo cada pocos segundos haciéndole tragar agua salada, cerrándole los ojos y taponándole los oídos. Comenzó a llorar con rabia y miedo. Y sus ojos se irritaron aun más. Quería despertar. El pavor comenzaba a impedirle moverse y nada tenía sentido. Unos segundos antes estaba durmiendo en su cama tranquilamente y no podía haber llegado hasta el centro del océano en mitad de la noche por arte de magia. Volvió a hundirse durante unos segundos, arrastrado por una gran ola, y vio entonces que la muerte estaba ya allí, esperándole a pocos metros, bajo el mar. Pero decidió no rendirse y luchar, o quizá no decidió nada, y fue su instinto el que le obligó a nadar hacia la superficie de nuevo, a mover las piernas desesperadamente, y quizá fue su instinto el que pedía auxilio a gritos por su boca mientras las lágrimas inundaban su rostro y caían al mar, perdiéndose para siempre. Así, por ira o instinto, se mantuvo unos minutos, agitándose sin control para no acabar ahogado, chillando y rezando a la vez, mientras sentía como algo le rozaba los pies. Algas o peces, pensó, y puede que acertara. Hasta que después de una eternidad de lágrimas y agua salada, un fuerte tirón le arrastró varios metros hacia el fondo. Luchando con las pocas fuerzas que le quedaban, volvió a nadar hacia arriba, y llegó cuando no le quedaba ya más aire en los pulmones. Juraría que una mano, fría y huesuda, le había asido el tobillo, y eso era lo que le había hundido. Pero era imposible. Volvió a chillar, una vez más, de terror, antes de volver a ser arrastrado hacia el fondo del mar, para nunca regresar.

Y tampoco en aquél último instante comprendió cómo, o por qué.