Es en estos días cuando, probablemente más que nunca en mi vida, me siento un vulgar ladrillo, en un muro cualquiera. En lo que llevamos de junio no sólo he percibido nítidamente como me colocaban y me dejaban abandonado encima de otros ladrillos, sino que además muy pronto, demasiado, me han puesto otro por encima. Y pesa mucho más de lo que yo pensaba, más de lo que se puede soportar.
Y no ha sido esto obra de un empresario explotador, de una muchedumbre furiosa, ni siquiera del Estado opresor. Es la vulgar manía, el vicio que tenemos los humanos (incluso los más inocentes, y bienintenionados) de ordenar a los demás, de situar a las personas que nos rodean en fila india, ocupando el lugar que según el momento nos apetece que ocupen o, peor aún, el que creemos que deben ocupar según nuestras consideraciones, y nunca según las suyas. Ya basta, por Dios, de ordenar a las personas, de ponerlas una detrás de otra preparadas para aprovechar lo que podamos de ellas y dejar continuar la hilera.
Lo más gracioso a la par que irónico es ese gesto, típico del albañil, que hacen ciertas personas después de colocar un nuevo ladrillo en el muro. Se acercan, pasan la mano, intentando ajustar su obra al máximo, y preguntan al pobre ladrillo "¿Hay algo que pueda hacer para que estés más cómodo?". Y claro, no hay respuesta, porque lo único en lo que piensa el ladrillo es que lo que se debería haber hecho por él es simplemente no situarlo allí o no colocarle otro como él encima antes de que hubiera tenido tiempo a acostumbrarse a su nuevo lugar. Pero como ya no hay nada que hacer al respecto, no hay respuesta a esa pregunta y el vulgar ladrillo parece incluso que se siente cómodo o que acepta su destino.
Que se acabe junio ya, por favor.
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