Aprovechando que he perdido todo el público que pudiera tener, publico esto que escribí cuando el tema era de actualidad.
Si Ortega viviera haría varios días que ocuparía sus horas en reflexionar sobre un solo tema de política o sociedad actual. Y ese sería, sin duda, la reciente encuesta publicada por un periódico portugués según el cual el 28% de los portugueses desea o aceptaría (depende el verbo de la objetividad del medio que lo publique) unir su país a España.
Mucho tiempo de reflexión, seguro. Segundos de duda, pocos. “Es esto, es esto” que diría Ortega. Este puede ser sin duda ese proyecto necesitado. Porque España, como bien es sabido, tiene dos periodos en su Historia, uno de ascenso, un siglo, y uno de retroceso, cuatro largos siglos. Portugal por su parte se separó de la que se perfilaba como primera nación del orbe y nunca pasó de ser la segunda, y esto también llega a ser discutible.
Desde entonces, desde ese punto de máximo ascenso, el problema de los españoles con España (más que al contrario) es que estos no se han percatado de las guerras, sino únicamente de las batallas. Mucha derrota, y no sólo militar, claro, y poco objetivo por el que se había luchado. Pocas excusas para pelear. Es difícil explicar a alguien que la misión por la que su país le necesita es demorar el eterno descenso. Cualquiera respondería “que si has llegado hasta ahí por la Gracia de Dios, apáñate con esa Gracia para mantenerte”.
Pocos fueron los hombres que percibieron esa guerra en la que estábamos sumidos. La mayoría de políticos sólo veían enfrentamientos puntuales en los que pretendían esculpir su nombre como vencedores. Los mejores, querían ganar para su país o incluso algunos pocos para el bienestar del pueblo más que el del nombre del reino. Pero la mayoría, lo dicho no fue consciente de la trayectoria, sino sólo del problema que España suponía a su vida cotidiana.
Con Portugal a nuestro lado (no detrás arrastrando nuestros bártulos, ni como peso que debamos acarrear, sino a nuestro lado) la misión estaría clara y sería de fácil transmisión a todos los iberos. Queremos ser primera potencia europea. Decir del mundo sería demasiado. Que nos gustan las causas perdidas, pero no tanto. Y las primeras risas que se derivarían de la formulación de este objetivo, no taparían el eco de esas palabras. Primera potencia europea. Que por eso del eco no es que se terminen de creer, pero la repetición le hace a uno recordarlo e interiorizarlo más fácilmente. Difícil sin duda. Casi imposible. Pero son esas las guerras que tiene sentido ganar. Y ahora que tanto Portugal como España le ganan terreno a la vieja Europa que empieza en los Pirineos, se verían esos escalones subidos no como el esfuerzo extra del que va último de la carrera, sino como batallas ganadas, saboreando aquello que hace siglos se perdió.
Y la victoria, ese añorado primer puesto en reconocimiento, política y economía, tardaría mucho en llegar si es que extrañamente al final se consigue. Pocos de los vivos hoy lo veríamos, si llega a producirse. Pero lo importante es el camino, y la ilusión con la que se anda, no tanto el destino.
Poco tendría que perder Portugal. Perdería, claro, si cuatro españoles glotones la devoran por los cuatro costados (o por los dos: este y norte), pero esto raramente ocurriría. Una Portugal unida a España nunca debería ser una región más, que entonces sería una absorción. Sus regiones, al nivel de las nuestras. Y su cultura, lengua, tradiciones y peculiaridades, no protegidas o respetadas, sino incorporadas al nuevo Estado Ibérico. La capital, en Lisboa. Signo de eterna amistad, y demostración de que pese a sus leyendas nunca les hemos odiado ni tratado de robar el país. Al menos desde hace algunos siglos.
Y si Portugal tiene poco que perder, menos España. Las medias bajarían, claro, pero el paro seguiría siendo el mismo y los salarios también. Por otra parte, si la mayor pega que se puede poner a este lado de la frontera es el empeoramiento de las medias del INE, bien vamos.
Ya sólo falta convencer a ese 72% de portugueses que no nos quieren, y tendremos un proyecto en el que merecerá la pena participar.
Mucho tiempo de reflexión, seguro. Segundos de duda, pocos. “Es esto, es esto” que diría Ortega. Este puede ser sin duda ese proyecto necesitado. Porque España, como bien es sabido, tiene dos periodos en su Historia, uno de ascenso, un siglo, y uno de retroceso, cuatro largos siglos. Portugal por su parte se separó de la que se perfilaba como primera nación del orbe y nunca pasó de ser la segunda, y esto también llega a ser discutible.
Desde entonces, desde ese punto de máximo ascenso, el problema de los españoles con España (más que al contrario) es que estos no se han percatado de las guerras, sino únicamente de las batallas. Mucha derrota, y no sólo militar, claro, y poco objetivo por el que se había luchado. Pocas excusas para pelear. Es difícil explicar a alguien que la misión por la que su país le necesita es demorar el eterno descenso. Cualquiera respondería “que si has llegado hasta ahí por la Gracia de Dios, apáñate con esa Gracia para mantenerte”.
Pocos fueron los hombres que percibieron esa guerra en la que estábamos sumidos. La mayoría de políticos sólo veían enfrentamientos puntuales en los que pretendían esculpir su nombre como vencedores. Los mejores, querían ganar para su país o incluso algunos pocos para el bienestar del pueblo más que el del nombre del reino. Pero la mayoría, lo dicho no fue consciente de la trayectoria, sino sólo del problema que España suponía a su vida cotidiana.
Con Portugal a nuestro lado (no detrás arrastrando nuestros bártulos, ni como peso que debamos acarrear, sino a nuestro lado) la misión estaría clara y sería de fácil transmisión a todos los iberos. Queremos ser primera potencia europea. Decir del mundo sería demasiado. Que nos gustan las causas perdidas, pero no tanto. Y las primeras risas que se derivarían de la formulación de este objetivo, no taparían el eco de esas palabras. Primera potencia europea. Que por eso del eco no es que se terminen de creer, pero la repetición le hace a uno recordarlo e interiorizarlo más fácilmente. Difícil sin duda. Casi imposible. Pero son esas las guerras que tiene sentido ganar. Y ahora que tanto Portugal como España le ganan terreno a la vieja Europa que empieza en los Pirineos, se verían esos escalones subidos no como el esfuerzo extra del que va último de la carrera, sino como batallas ganadas, saboreando aquello que hace siglos se perdió.
Y la victoria, ese añorado primer puesto en reconocimiento, política y economía, tardaría mucho en llegar si es que extrañamente al final se consigue. Pocos de los vivos hoy lo veríamos, si llega a producirse. Pero lo importante es el camino, y la ilusión con la que se anda, no tanto el destino.
Poco tendría que perder Portugal. Perdería, claro, si cuatro españoles glotones la devoran por los cuatro costados (o por los dos: este y norte), pero esto raramente ocurriría. Una Portugal unida a España nunca debería ser una región más, que entonces sería una absorción. Sus regiones, al nivel de las nuestras. Y su cultura, lengua, tradiciones y peculiaridades, no protegidas o respetadas, sino incorporadas al nuevo Estado Ibérico. La capital, en Lisboa. Signo de eterna amistad, y demostración de que pese a sus leyendas nunca les hemos odiado ni tratado de robar el país. Al menos desde hace algunos siglos.
Y si Portugal tiene poco que perder, menos España. Las medias bajarían, claro, pero el paro seguiría siendo el mismo y los salarios también. Por otra parte, si la mayor pega que se puede poner a este lado de la frontera es el empeoramiento de las medias del INE, bien vamos.
Ya sólo falta convencer a ese 72% de portugueses que no nos quieren, y tendremos un proyecto en el que merecerá la pena participar.